Brexit, gerontocracia y Sanidad Pública…

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Se han cumplido ya más de 100 días desde que el Reino Unido decidió, por voluntad de sus votantes (que no habitantes), abandonar la Unión Europea. Un mala noticia para Europa solo comparable, por su impacto en el presente y sus repercusiones futuras, al inicio de la II Guerra Mundial. Desde aquel desgraciado 1 de septiembre de 1939 ninguna otro hecho acaecido en nuestra vieja Europa ha tenido tanto poder destructivo como el Brexit. Y no solo por lo que supone que una de las naciones más antiguas de Europa, y que más ha contribuido a construir la misma, decida unilateralmente desligarse del resto, sino por el riesgo de autodestrucción de su país que esta decisión entraña para los británicos. Si la decisión fue acertada o no, si se tomó con conocimiento o fundamentada en falaces e interesados argumentos o si el resultado final dará la razón a los vencedores o demostrará su estulticia son cuestiones, por ahora, menores. El hecho en sí es que una mayoría de británicos ha decidido que es mejor abandonar el compromiso y trabajo conjunto con el resto de países que conforman la Unión Europea. Lo realmente triste es comprobar ahora, apenas 3 meses después, que cada vez son mayores los lamentos y desesesperacion de una gran parte de la población de las islas que comienza a arrepentirse, y lo manifiesta claramente, de la decisión tomada. Una decisión que, de hacer caso a las encuestas, ha estado apoyada principalmente por la población de mayor edad, segmento en el cual el deseo de ruptura ha sido muy mayoritario. Y esto ha hecho que sean los más jóvenes los que con mayor fuerza repudian la decisión tomada por sus mayores. Y no les falta razón: el egoísmo de una población envejecida, que se enseñorea en antiguos días de imperio y esplendor, que piensa que el colonialismo no ha muerto y que justifica una superioridad sobre el resto de pueblos y naciones ha condenado, de manera inmisericorde, a generaciones y generaciones venideras de súbditos de Su Graciosa Majestad. Les ha condenado a vivir fuera de un mundo cada vez más globalizado, a perder las ventajas y oportunidades que les ofrecía la Unión, a frenar su desarrollo como individuos y como país… En pocas ocasiones la ceguera de una masa gerontocrática hizo tanto daño a los que vienen por detrás.

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Y algo similar a esto ocurre en nuestra Sanidad Pública. Vaya por delante que toda generalización es, en sí mismo, injusta pero se aproxima bastante a nuestra más cercana realidad. Un sistema dominado por la gerontocracia. Donde la antigüedad en el puesto continúa siendo el patrón oro sobre el que se construye cualquier desarrollo profesional. Donde la meritocracia es tradicionalmente despreciada. Donde lo que más importa es cuantos años se acumulan antes que cuantos méritos se han acreditado y que condena a los jóvenes a una precariedad laboral casi perpetua por miedo a cambiar «lo que siempre se ha hecho». Un sistema donde se asciende en el escalafón por senescencia del precedente. Un sistema que rechaza que los más jóvenes puedan alcanzar las más altas responsabilidades tan solo por el hecho biológico sin pararse a considerar, en demasiadas ocasiones, quien lo merece por sus méritos. Donde el talento, la iniciativa, la ilusión y la voluntad son a menudo cercenadas por el mero acumuló de meses, algo que cualquier mediocre puede hacer dejando pasar el tiempo. Donde un puñado de meses calentando una silla valen tanto (o más) que las publicaciones de los trabajos realizados. ¿Y aún nos extrañamos de que los más jóvenes profesionales, excelentemente formados y con ambición y ganas de trabajar para hacer avanzar nuestra Sanidad opten por marcharse al extranjero? ¿Y aún sorprende que decidan poner su esfuerzo y capacidad de trabajo al servicio de quienes si ven en ellos su potencial y no sólo su edad biológica? Así se empobrece un sistema, cuando en lugar de apostar por la meritocracia para cargos de responsabilidad, para que dirijan los Servicios, para que renueven y hagan avanzar y crecer nuestra Sanidad Pública, se decide considerar como principal patrón de medida el factor tiempo. Resulta desalentador comprobar como Servicios y Departamentos, con excelentes profesionales, languidecen lastrados por la falta de ilusión, iniciativa y ambición generados por una gerontocracia que se resiste al cambio generacional.

Por supuesto que no es siempre así, pero al igual que no todos los votantes de edad más avanzada en el Reino Unido apostaron por el Brexit, también es muy cierto que no siempre van separados méritos y tiempo acumulado, y que son muchos los ejemplos que así lo atestiguan (cada cual será consciente de su realidad) pero desgraciadamente sucede en más ocasiones de las deseables. Y esta es, posiblemente, una de las causas más significativas del empobrecimiento de nuestra Sanidad Pública.

Probablemente, ha llegado el tiempo de comenzar a desplazar gerontocracia por meritocracia…

«Los años no hacen sabios; no hacen otra cosa que viejos»

Sophie Swetchine, escritora francesa (1782-1857)

¿Existió la Radioterapia en la antigüedad? Los balnearios curativos del Viejo Mundo…

spa1El uso del agua para el tratamiento médico es probablemente tan antiguo como la humanidad. Hay evidencia arqueológica de la existencia de manantiales considerados curativos en Asia durante la Edad de Bronce (alrededor del año 3000 a.C.).Del mismo modo, numerosas referencias bíblicas aluden a esta práctica. Por ejemplo Josué (19:35) se refiere a la ciudad de Hamat (que significa en hebreo «aguas termales») sita en Tiberiades, Israel, como uno de los balnearios más antiguos del mundo conocidos. Y el Libro II  de los Reyes 5:10 relata como Elíseo intenta instruir a un sirio que se lavara siete veces en el río Jordán, para curar su «lepra”.

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También en Asia, era conocida desde antiguo la existencia de aguas y barros con propiedades curativas en la región de Licia, con anterioridad al siglo VI a.C. Actualmente se erige aquí la ciudad de Dalyan (Turquía), famosa por albergar numerosas tumbas licias excavadas directamente la roca que datan del año 400 antes de Cristo. Además, Dalyan sigue conservando la fama y tradición curativa de sus baños de barro, muy populares entre sus habitantes.

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En la antigua Grecia, el historiador Herodoto (484-410 a.C.) describió la existencia de ciertos manantiales con poderes curativos y, actuando como un médico, recomendaba la terapia de aguas a realizar en determinados períodos del año durante 21 días seguidos. También Hipócrates de Cos (460-375 a.C.), quien es considerado el fundador de la ciencia médica y el padre de la hidroterapia, prestó gran atención a las diferentes aguas naturales de ríos y lagos, en las que se forman por la lluvia y las que brotan así fuera de las rocas, es decir, las aguas minerales. Estas aguas, sostenía, eran ricas en hierro, cobre, plata, oro, azufre y otros elementos minerales con efectos beneficiosos sobre la salud de quien los tomaba. Los asentamientos de Therma en Ikaria o de Lekkada en Agios Kirikos, que continúan actualmente en funcionamiento, son buenos ejemplos de ello.

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Pero si hubo un pueblo que encumbró el empleo del agua, y de los manantiales, como fuente de salud y remedio para múltiples dolencias fueron, sin lugar a dudas, los romanos. El nombre y el concepto principal del spa, proviene  del antiguo imperio romano. Los legionarios, buscando descansar sus cuerpos y curar sus heridas, construían baños en aguas termales y manantiales. Los tratamientos que se ofrecían en estos baños se llamaban “Salus Per Aquam” (spa), lo cual quiere decir “salud a través del agua”. Algunos de estos baños se construyeron sobre los antiguos balneariso griegos, pero muchos otros se construyeron a lo largo del vasto Imperio Romano, en lo que hoy es Italia, Alemania, Francia, Gran bretaña e, incluso, España: Bath (Aquae Sulis), Vichy, Ischia, Montecatini, Abano, Caldas de Malavella, son algunas de las, desde hace cientos de años, localidades inseparablemente unidas a la bondad natural de sus aguas.

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El interés en los efectos beneficiosos de algunos manantiales se mantuvo durante la Edad Media en localidades como Pozzuoli (Italia), y es también frecuente la iconografía que refleja las propiedades terapéuticas de sus aguas.

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En 1326 un comerciante originario del sureste de Bélgica obtuvo tal alivio de sus propias dolencias en un manantial cercano a su localidad que decidió fundar allí un centro de salud al que llamó Spa, una antigua palabra valona que significa «fuente». La localidad de Spa se hizo famosa en el siglo XVI, tanto por su agua como  por su clima, convirtiéndose en el siglo XVIII en el centro turístico más de moda en Europa para el uso medicinal de las aguas. A partir de ese momento, y con el florecimiento de las artes y las ciencias que siguió al Renacimiento en Europa, un nuevo interés se despertó en el estudio de las propiedades beneficiosas de algunos manantiales. Los primeros documentos escritos sobre los efectos en la salud son por Gulio Iasolino en 1559 en su obra “Rimedi naturali che sono nell’ isola di Pithecusa, hoggi detta Ischia, libri due”, sobre las propiedaedes de las aguas de la isla italiana de Ischia. Posteriormente, en 1831, el médico suizo J.E. Chevalley de Rivaz publicó un modesto folleto informando sobre los beneficiosos efectos observados en Ischia gracias a sus aguas, folleto que pronto se convertiría en su reconocida «Descripción des eaux et des mineral-Thermales eluves de l’ile d’Ischia», objeto de innumerables ediciones. También Paracelso dedicó en 1525-1527 un capítulo de un libro sobre las fuentes de la salud a «bat Castein» (Bad Gastein / Austria). Más adelante, hasta la emperatriz Sissi experimentaría con asiduidad las propiedades curativas de las aguas del balneario austriaco de Bad Gastein, que estaba en su pleno apogeo a finales del XIX aunque continúa activo en la actualidad.

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Pero, ¿por qué ha persistido a lo largo de los siglos y de las distintas civilizaciones esta creencia en los poderes sanadores de ríos y manantiales?, ¿qué tienen en común la mayoría de estas fuentes y manantiales repartidas a todo lo ancho de la vieja Eurasia?¿qué relación tienen con la moderna radioterapia?

Aunque pueda resultar sorprendente, existe una relación entre el poder sanador de determinadas fuentes hídricas y una suerte de primitiva radioterapia.  Sin embargo, hubo que esperar hasta comienzos del siglo XX para conocer los motivos que hacían del viejo concepto romano de la salus per aquam algo tan atractivo y beneficioso para distintas dolencias, y que relación guardaba con la radioterapia como instrumento curativo. En 1896, el físico Henry Becquerel descubrió, al poner accidentalmente en contacto un compuesto de uranio con una placa fotográfica, que se producía el mismo efecto que si la placa estuviera en presencia de los rayos X recientemente descubiertos por Roentgen. A esta nueva propiedad de la materia se la denominó radiactividad. El matrimonio Curie, amigó de Becquerel, pronto se interesó en su descubrimiento y se propuso determinar cual era la sustancia origen de tal radiactividad. Poco a poco, fueron separando por procedimientos químicos los distintos componentes del mineral de pechblenda, hasta aislar e identificar primero el polonio y posteriormente el radio, cuyas radiaciones eran cientos de veces más intensas que las que emitía el uranio.

El radio se encuentra naturalmente en el mineral de pechblanda junto con el uranio, en proporción de una parte por aproximadamente 3 millones de partes de uranio. Su isótopo más estable, Ra-226, tiene un periodo de semidesintegración de 1602 años y decae en Radón (Rn-222). El radón es, por tanto, una emanación gaseosa producto de la desintegración radiactiva del radio (también del Torio (Rn-220) y del Actinio (Rn-219)), muy radiactiva y que se desintegra con la emisión de partículas energéticas alfa. Todos sus isótopos son radiactivos con vida media corta, de menos de 4 días, decayendo tras emitir radiación alfa en Polonio-218.

Ante el interés que suscitó el descubrimiento de la radiactividad del radio y de otros elementos radiactivos, no es de extrañar que muchos científicos buscaran demostrar la existencia de radiactividad natural en el ambiente. En 1903 Nature publicó una carta de J. J. Thompson, conocido por ser el descubridor del electrón. Thompson escribió que había encontró radiactividad en el agua de un manantial. A partir de este momento se sucedieron las demostraciones de que las aguas de muchos de los balnearios de salud más famosos del mundo eran también radiactivas. Esta radiactividad se atribuyó inicialmente a «las emanaciones de radio” (radón) producidas por el fluir del agua a través del mineral de radio presente en las rocas del suelo que conformaban el lecho geológico de muchos de los más afamados balnearios y manantiales del Viejo Mundo.

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La fiebre por utilización de la radiactividad natural como elemento sanador prendió con fuerza en Europa central en plena “Belle Epoque”. Joachimstal (que actualmente se conoce como Jáchymov en la República Checa) era una pequeña localidad minera de Bohemia, conocida por sus minas de cobalto, que se empleaban en la fabricación de pinturas, y de plata pero también por la abundancia de mineral de pechblenda asociada a estas últimas. En 1864, durante las labores de extracción en la mina Svornost, los mineros habían sido sorprendidos  por una inundación que ocupó toda la mina. Entonces nadie sabía que sería precisamente esta fuente la que, tras el descubrimiento de radio por el matrimonio Curie, lanzaría la fama de Jáchymov como ciudad balnearia. El balneario fue fundado en 1906 llevando el agua desde la mina a través de una tubería de varios kilómetros. Los excelentes efectos curativos observados llevaron a construir allí, en 1912, el hotel Radium Kurthaus (el actual Radium Palace), uno de los mejores hoteles que  se podían encontrar por entonces en Europa. Aquí acudían para curarse los personajes más importantes de la vida política, industrial y cultural.

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Más cerca, la península ibérica tampoco fue ajena a la exaltación de las propiedades curativas del Radium y la radiactividad. Muchos balnearios, tanto en España como en Portugal, se caracterizan por la presencia de en radiactividad sus aguas. En la localidad de Sortelha (Portugal) existe desde principios del siglo XX el Hotel Balneario das Termas de Agua Radium. La leyenda dice que el balneario fue fundado por el noble Don Rodrigo, primer Conde de Castilla (¿?-873) quien, conociendo las propiedades de las aguas, llevó allí a sanar a su hija enferma de la piel. La hija se curó gracias a las propiedades «milagrosas» de estas aguas, y en agradecimiento mandó construir un balneario. Sin embargo, los primeros datos ciertos que se tienen de las termas son de 1910, cuando ya se comenzaba a extender el conocimiento e interés por la radiactividad. Además coincide con el inicio de  la explotación minera de radio y uranio por parte de la compañía francesa Société d’uranie et Radio en Portugal.

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Por otro lado, durante muchos años del siglo XX, varios de los más afamados balnearios de nuestro país hicieron gala en sus etiquetas de la radiactividad de sus aguas, presentándola como un aval de eficacia.

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Actualmente, siguen existiendo balnearios con aguas radiactivas en España, aunque sometidos a un mayor control.

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¿Pero, guarda alguna relación la presencia de radiactividad en los balnearios con sus propiedades curativas o es tan solo mera coincidencia?

Cada vez es mayor la evidencia acerca de la posibilidad de que la radiación a dosis bajas no sólo carezca de efectos perjudiciales en los seres vivos, incluidos los humanos, sino de que sea beneficiosa e, incluso, necesaria. Esta hipótesis ha generado la reactivación del viejo concepto de hormesis. La hormesis (del griego ὁρμάω «estimular”), fue definida como “la respuesta bifásica en que ciertos agentes químicos y físicos afectan a los seres vivos: dosis bajas provocan efectos «favorables», dosis altas provocan efectos «adversos»”. En el caso de la radiación ionizante, la hormesis comprende los efectos estimulantes celulares que se observan tras la exposición a dosis bajas, en el rango de 0,01 a 0,70 Gy, mientras que los efectos celulares nocivos o letales se observan con dosis altas. Este concepto, ahora conocido como “hormesis por radiación” ya ha sido comentado en anteriores entradas de este blog (ver “Hormesis y Radioterapia (I): ¿Una Hipótesis a Valorar?”, “Hormesis y Radioterapia (II): Evidencias Clínicas y Epidemiológicas” y “Hormesis y Radioterapia (III): Mecanismos Radiobiológicos y Perspectivas Futuras”) y no sería más que una respuesta adaptativa de los organismos biológicos a niveles bajos de estrés o daño celular.

La creación y mantenimiento de estos balnearios a lo largo de la Historia, así como la leyenda de sus propiedades curativas transmitida a lo largo de los tiempos, apoya la hipótesis del conocimiento que muy distintas culturas con anterioridad a la nuestra tenían del efecto beneficioso de la irradiación a dosis bajas y refuerzan la hipótesis de que nuestros antepasados, aun desconociendo las bases y fundamentos físicos, eran conscientes de los efectos de la radiación sobre el organismo enfermo. Y que, al igual que sucedía con la radiactividad natural emitida por diferentes tipos de rocas (ver ¿Existió la radioterapia en la antigüedad? Los monumentos megalíticos de la Edad de Bronce, eran capaces de utilizarla, de manera intencional, para el tratamiento de distintas enfermedades. Y, quizás, sí existió la radioterapia en la antigüedad…

«Todo es veneno, nada es sin veneno. Sólo la dosis hace el veneno»

 Theophrastus Bombast von Hohenheim, llamado Paracelso; alquimista, médico y astrólogo suizo (1493-1541)

¿Existió la radioterapia en la antigüedad? Los monumentos megalíticos de la Edad de Bronce

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Las edificaciones megalíticas celtas, como Stonehenge, continúan siendo uno de los grandes misterios de la arquitectura humana. El por qué de su construcción, su utilidad real o su significado religioso constituyen un reto permanente para arqueólogos de todas las épocas. Este gran monumento de finales del neolítico (~3100-2500 a. C) esta construido con grandes bloques de arenisca y arenisca azul (bluestone), ricas en cuarzo y feldespato, arenisca micácea y pequeños bloques de granito que se disponen en forma de círculos concéntricos con un altar central de significado y utilidad inciertas. Se ha especulado con que podría estar en relación con prácticas religiosas, con enterramientos rituales o, incluso, tratarse de un observatorio astronómico. Pero en 2008 los arqueólogos británicos Tim Darvill y Geoffrey Wainwright sugirieron la hipótesis de que Stonehenge fuese, en realidad, un antiguo lugar de peregrinaje y sanación, una suerte de “Lourdes” del Neolítico y que hasta allí se desplazaban los enfermos para curarse. Esta idea se sustenta en parte por los hallazgos en los enterramientos allí realizados de huesos con traumatismos y deformidades o de cráneos con indicios de haber sido trepanados. Además, el análisis de estos restos ha revelado que el origen de muchos de estos cuerpos allí enterrados no pertenecía al área geográfica de Stonehenge. Las propiedades curativas atribuidas a Stonehenge se transmitieron a lo largo de los siglos en la cultura popular. Así, el reconocido poeta británico del s. XIII Layamon (o Laghamon) escribió acerca de Stonehenge:

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De acuerdo al trabajo de los dos investigadores citados, la clave en las propiedades sanatorias de Stonehenge estaría en su círculo más interno, el formado por las “piedras azules” (bluestones), que serían utilizadas bien como amuletos que se portaban en contacto con la piel o bien tras ponerlas en contacto con el agua y usando esta misma que adquiría sus propiedades curativas. Lo que llama la atención de estas piedras azules, que pesan entre 3 y 6 toneladas cada una, es que son rocas ígneas (principalmente doleritas y riolitas volcánicas) que solamente se encuentran en cantidad suficiente en Preseli Hills, en Gales, a más de 250 Km. de su emplazamiento final en Wiltishire, en el sur de Inglaterra, y que debieron ser trasladadas con enorme esfuerzo hasta su emplazamiento definitivo teniendo en cuenta los medios de la época.

Pero si interesante parece la historia de Stonehenge, sin duda lo es más la de otro monumento megalítico de la Edad de Bronce, Mên-an-Tol («piedra agujereada» en la lengua de Cornualles) localizado en los páramos del norte de Madron, en Cornwall, Reino Unido. Mên-an-Tol consta de tres piedras de granito verticales: una piedra redonda con su centro agujereado junto con dos piedras verticales pequeñas a cada lado, por delante y por detrás del agujero. Su antigüedad es incierta, pero por lo general se le asigna a la Edad de Bronce. De acuerdo a la tradición, esta piedra tiene la reputación de curar y vigorizar a las personas que pasan a través de ella. Se conoce de la realización de rituales tradicionales en que participaban niños desnudos que pasaban tres veces a través de la piedra agujereada arrastrándose posteriormente a lo largo de la hierba tres veces en dirección este. Este ritual se creía que podía curar la escrófula (una forma de tuberculosis) y el raquitismo. Igualmente, los adultos que buscaban alivio del reumatismo, de problemas de la columna vertebral o incluso de la malaria, debían arrastrarse a través del agujero nueve veces contra el sol. [Francis Jones, The Holy Wells of Wales, Univ of Wales Press, Cardiff, 1954] Durante siglos, estas tradiciones se han mantenido y han sido innumerables los enfermos que han buscado su cura en Mên-an-Tol. [Evans-Wentz, W. Y. (1911), The Fairy-Faith in Celtic Countries, London: H. Frowde (Reprinted 1981 by Colin Smythe)] El arqueólogo Paul Devereux demostró que los niveles de radiación alrededor de los bordes interiores del agujero son aproximadamente el doble de los niveles de la radiación de fondo del entorno. [The Sacred Place: The Ancient Origin of Holy and Mystical Sites. Paul Deveraux, Cassell Illustrated 2000]

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Monumentos similares, consistentes en grandes rocas agujereadas, se han localizado en otros muchos puntos del planeta. En Michinhampton, en el condado de Gloucestershire (Reino Unido), se encuentra la conocida como Long Stone. Esta losa de piedra caliza tiene dos agujeros y, de acuerdo al folclore popular, las madres pasaban a sus hijos a través del mayor de los mismos para curarlos de la tos ferina, la viruela, el raquitismo y “otras enfermedades infantiles”. Una práctica similar se realizaba en Tolvan Stone, también en Cornwall. Aquí la ceremonia involucraba el paso del niño nueve veces a través del agujero, alternativamente de un lado a otro. En Irlanda se encuentra Tobernaveen Holed Stone, una losa de granito que se eleva 2 m por encima del suelo, y probablemente se extiende bastante más debajo de la tierra y que se han mantenido en posición vertical durante siglos Presenta una abertura de aproximadamente 1 m por 75 cm. Se cree que en tiempos se utilizaba para la realización de ritos paganos. Según la tradición popular, los niños que sufrían de sarampión u otras enfermedades infantiles buscaban su curación pasando través del orificio de la losa. [W.G. Wood-Martin, Traces of the Elder Faiths of Ireland, 1902]

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Construcciones similares se han encontrado en los Países Bajos (Hunebedden), Rusia, Estados Unidos (Burnt Hill Site-Western Massachusetts; Mystery Hill, North Salem, New Hampshire), India (Chokahatu) o en el norte de Ghana (Tonna’ab)

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La existencia de estos monumentos, así como la leyenda de sus propiedades curativas transmitida a lo largo de los tiempos, apoya la hipótesis del conocimiento que nuestros antepasados tenían del efecto beneficioso de la irradiación a dosis bajas. Este concepto, ahora conocido como “hormesis por radiación” ya ha sido comentado en anteriores entradas de este blog (ver “Hormesis y Radioterapia (I): ¿Una Hipótesis a Valorar?”, “Hormesis y Radioterapia (II): Evidencias Clínicas y Epidemiológicas” y “Hormesis y Radioterapia (III): Mecanismos Radiobiológicos y Perspectivas Futuras”). En los últimos años, la hormesis por radiación ha generado un renovado interés, y el Modelo Hermético se contrapone actualmente al tradicional Modelo Lineal sin Umbral (LNT, Linear No-Threshold), vigente desde los años 50.

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La hormesis hace referencia a los efectos beneficiosos para la salud que se asocian con la irradiación a dosis bajas, y suponen una suerte de radioterapia primitiva. La relación con los monumentos megalíticos de la Edad de Bronce vendría determinada por la radiactividad asociada a los minerales con los que están edificados. La tabla recoge las emisiones de Uranio-238 y Torio-232 que emiten distintas rocas y minerales y que constituirían la base física que explica los fenómenos de hormesis.

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Estos hechos refuerzan la idea de que nuestros antepasados conocían, ya en la Edad de Bronce, los efectos de la radiación sobre el organismo, aunque no pudieran explicarla. Y de la posibilidad de su empleo para el tratamiento de distintas enfermedades. Y, quizás, sí existió la radioterapia en la antigüedad…

¿Existió la radioterapia en la antigüedad? El mito de Inanna

La radioterapia es, tras la cirugía, el arma más eficaz en la lucha contra el cáncer. La radioterapia se basa en el empleo controlado de la radiación ionizante con el objetivo final de eliminar las células neoplásicas del organismo preservando la integridad general del mismo. La moderna radioterapia, y en un sentido más amplio, la Oncología Radioterápica, tienen su punto de origen en los descubrimientos de Henri Becquerel, Pierre y Marie Curie por un lado, quienes describieron la radiactividad natural e identificaron el Radio y el Polonio dando nombre a los rayos Gamma y, por otra parte, en las investigaciones de Wilhelm Röntgen que lo condujeron finalmente al descubrimiento de los rayos X. Sin embargo, y como bien había comprobado el matrimonio Curie, la radiactividad no fue un fenómeno inventado, sino existe en la naturaleza desde los orígenes del mundo. Elementos radiactivos como el Uranio, Radium, Torio, Radón, Polonio,…, se encuentran en la presentes, en mayor o menor cantidad, en rocas como el granito, la pechblenda, la biotita, el circón o en algunas rocas volcánicas o procedentes de la caída de meteoritos. La comprobación de lo efectos de la radiactividad natural procedente de estas rocas sobre el ser humano, fue hecha de manera casual por el propio Pierre Curie al observar las quemaduras que se producían en su propia piel tras manipular el mineral de pechblenda y las sales de radium aisladas a partir del mismo. Del mismo modo, los efectos observados en sus propias manos por Emil Grubbe al manipular lámparas de vacío para generar rayos X fueron los que despertaron su interés conduciéndolo a realizar las primeras aplicaciones terapéuticas de esta nueva tecnología. Estos dos acontecimientos, cercanos en el tiempo, constituyeron un punto de inflexión en la utilización de la radiactividad con intenciones terapéuticas, y más concretamente, en el tratamiento del cáncer.

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 El cáncer es una enfermedad conocida desde hace milenios y así lo corrobora la abundante evidencia existente. Textos como el Papiro de Edwin Smith (3000-2500 a.C.) describen con detalle el cáncer de mama y su posible tratamiento. Ahora bien, al igual que existe abundante evidencia acerca del empleo de la cirugía para el tratamiento de los tumores en la antigüedad, es bastante más complicado encontrar referencias acerca del posible empleo de una fuente radiactiva con fines terapéuticos. A diferencia de lo que sucede con la cirugía, existe muy poca evidencia acerca del posible empleo de la radiactividad en la antigüedad con intención terapéutica. Sin embargo, algunos escritos de la época sumeria apuntarían en esta dirección.

Los sumerios fueron una de las civilizaciones que se asentó en Mesopotamia entre la confluencia de los dos grandes ríos Tigris y Eúfrates entre los años 3000 a 2000 a.C., antes de ser reemplazado por los babilonios. Los sumerios inventaron los jeroglíficos pictóricos que más tarde se convirtieron en escritura cuneiforme y su lengua, junto con el del Antiguo Egipto, compiten por el crédito de ser lenguaje humano escrito más antiguo que se conoce y, entre los grandes avances que los sumerios nos legaron, está ¡el invento de la cerveza!

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Un gran cuerpo de cientos de miles de textos en el idioma sumerio ha sobrevivido, la gran mayoría de estos en tablillas de arcilla, comprendiendo textos personales, cartas de negocios y transacciones, recibos, listas de léxico, leyes, himnos y plegarias, encantamientos mágicos e incluidos textos científicos de matemáticas, astronomía y medicina. Una tablilla encontrada en Nippur puede ser considerada el primer manual de medicina del mundo.

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Y es en una de estas tablillas donde encontramos lo que podría ser la utilización de la radiactividad para el tratamiento de enfermedades. El poema épico conocido como «El descenso de Inanna al Inframundo», recogido y traducido por el arqueólogo especializado en la historia sumeria Samuel N. Kramer, así lo sugiere. El relato se conserva en textos escritos primeramente en el original Sumerio, con versiones posteriores en acadio, y cuenta la historia de la diosa Inanna y su descenso al reino de las tinieblas. Inanna, (equivalente a la diosa Ishtar de los acadios) era la diosa del amor, de la guerra y protectora de la ciudad de Uruk. En la mitología sumeria, Inanna decidió bajar al inframundo para enfrentarse a su hermana y deidad opuesta, Ereshkigal. En la lucha Inanna muere, tras lo cual ningún ser en la Tierra tenía deseo de aparearse: ni hombres ni animales. Ante esto Enki, el Señor de la Tierra, crea a unas criaturas sin género que engañan a Ereshkigal consiguiendo que les entregue el cadáver de la diosa. Éstos, de acuerdo al relato sumerio:

“Tomaron el cuerpo sin vida de Inanna que estaba colgando de una estaca. Los emisarios de arcilla dirigieron sobre el cadáver un Pulsador y un Emisor, después rociaron sobre ella el Agua de Vida y pusieron en su boca la Planta de la Vida. Después, Inanna se movió, abrió los ojos; Inanna se levantó de entre los muertos”

Esta parte del relato está representada en un sello cilíndrico en el cual se observa a un paciente, cuyo rostro está cubierto con lo que parece una máscara, que está siendo tratado con radiaciones. El paciente que estaba siendo revivido (no está claro si era hombre o Dios), y que yacía sobre una losa, estaba rodeado por Hombres Pez, representantes de Enki.

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Es llamativa la similitud entre esta imagen y la moderna administración de radioterapia en el tratamiento de tumores.

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¿Es posible pensar que los sumerios conocieran la existencia de minerales con radiactividad natural y los efectos que su manipulación ocasionaban? ¿Y sería descabellado pensar que hubiesen intentado eliminar los crecimientos anormales en el cuerpo, los tumores visibles, mediante la aproximación o aposición de estos minerales sobre las lesiones tumorales? Son tan solo especulaciones de historia-ficción, que, como sucede muchas veces, tienen mucho de ficción pero, quizás, también algo de historia…