Cáncer: proximidad, accesibilidad, equidad,…, cuando lo que importa es curación

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El tratamiento del cáncer ha experimentado un enorme avance en los últimos años. Desde la declaración en 1971 del National Cancer Act  que establecía la batalla frente al cáncer como un objetivo de salud prioritario e los EE.UU, innumerables han sido los avances que han contribuido en todo el mundo a mejorar hasta tasas nunca vistas antes  la supervivencia frente a diferentes tumores. El aumento en la identificación de los factores asociados a su aparición, el conocimiento cada vez mayor de su biología y comportamiento, el diseño de fármacos cada vez más específicos y eficaces, y los enormes desarrollos tecnológicos enfocados al diagnóstico precoz y tratamiento personalizado del cáncer han supuesto una mejora sin precedentes. Y, aún así, aún queda un largo camino por recorrer.

Pero si algo ha quedado claro tras todos estos avances es que el cáncer exige, y siempre exigía aunque no lo (re)conociéramos, un abordaje multidisciplinar que abarque y englobe un cada vez mayor número de distintos especialistas, con áreas de trabajo y desarrollo específicas, pero orientados a un fin común y obligados a trabajar conjuntamente y aunar esfuerzos en una misma dirección. Atrás han quedado, o debieran quedar, los tiempos en que grandes especialistas – muchas veces también con grandes egos – funcionaban a modo de faros, iluminando lo que tenían alrededor pero aislados en su grandeza y dejando sumido en la oscuridad aquello donde no alcanzaba su particular luz. Sumar y potenciar esfuerzos y estrategias debiera ser imprescindible, e incluso obligatorio, en el tratamiento moderno del cáncer.

Algo que no admite duda, o que no debiera admitirla, es que los resultados de los tratamientos frente al cáncer están en íntima y directa relación con la experiencia derivada de la mayor casuística acumulada. Ejemplos de ello abundan: en cáncer de pulmón, en cáncer de cabeza y cuello , en cáncer de vejiga, en cáncer de páncreas, en cáncer de ovario, en cáncer de cavum, en cáncer de esófago, en cáncer de próstata, en cáncer de mama, en cáncer renal ,  en otros tumores ginecológicos, en sarcomas,…, en prácticamente cualquier aspecto relacionado con el abordaje del cáncer. En todos los casos, la experiencia y la casuística acumuladas por el centro marcan la diferencia…

…la diferencia en supervivencia.

A mayor experiencia, mayor supervivencia. Parece simple, ¿no? Pero no lo es, al menos en España. Nuestro país es de los pocos miembros de la UE donde no existe ni un solo centro hospitalario dedicado exclusivamente al cáncer. Ni una sola institución que albergue todo el conjunto de muy distintos especialistas necesarios para la prevención, diagnóstico y tratamiento del cáncer, en donde todos los esfuerzos se dirijan única y exclusivamente al paciente con cáncer, que permita ofrecer los más modernos tratamientos a la par que facilite y fomente la investigación, tanto básica como clínica, imprescindible para continuar avanzando frente al cáncer y mejorando los resultados. A diferencia de otros países europeos, en nuestra España no existe un Royal Marsden, un Christie, un IPO, un Gustave Roussy, un NKI, un IEO,… Pero eso sí, existen infinidad de pequeñas estructuras prácticamente en cada pueblo o ciudad que abordan, sin complejos, el tratamiento del cáncer y que garantizan, fundamentalmente, la proximidad de los pacientes con cáncer a un tratamiento. Pero proximidad no es, ni debe ser jamás, sinónimo de accesibilidad. La accesibilidad debe asegurar el acceso de todo paciente al mejor tratamiento disponible, con independencia de dónde resida. Nuestros políticos y gestores se llenan la boca hablando de “equidad”, sin ser conscientes de que un sistema que atomiza esfuerzos y recursos nunca podrás ser equitativo y nunca podrá garantizar la accesibilidad, sino tan solo la proximidad. Y al igual que a nadie en su sano juicio se le ocurriría desarrollar programas de trasplante pulmonar, de médula ósea o de corazón en cada pueblo o ciudad española, así debiera suceder con el tratamiento del cáncer. Porque los mejores resultados vienen siempre de la mayor y mejor experiencia.

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En los últimos meses, y gracias a una altruista donación de la Fundación Amancio Ortega, se pueden renovar y actualizar la radioterapia española, secularmente abandonada por todos los inquilinos – pasados y presentes – del caserón del Paseo del Prado 18-20 de Madrid (y de lo que les cuelga en cada uno de los 17 paisitos). Y, sin embargo, en esta oportunidad sin precedentes para dar un vuelco al tratamiento oncológico en España se está perdiendo la ocasión de apostar por una oncología moderna. Resulta hasta cierto punto descorazonador que nadie haya planteado utilizar estos recursos generosamente donados para intentar sentar las bases sobre las que  construir el futuro de la Oncología en España, para apostar decididamente por la creación de centros oncológicos especializados que, a semejanza de los países de nuestro entorno, supongan un salto de calidad que nos equipare a los mismos. Centros donde todos los profesionales, de todas las especialidades, estén dedicados exclusivamente al cáncer, centros que concentren lo mejor y más avanzado en el diagnóstico y tratamiento del cáncer pero también la más puntera y ambiciosa investigación en oncología. Centros desde los que, no lo olvidemos, han surgido los avances más determinantes para el cáncer en los últimos años, aquéllos que marcan el camino a seguir, aquéllos que cambian la práctica clínica, aquéllos que aumentan la curación.  Pero no, cada cual ha mirado por sus particulares intereses y ambiciones. La instalación de unidades de tratamiento aisladas en pequeñas capitales, y la intención de continuar haciéndolo, supone una atomización de recursos, por mucho que se intenten vender como “centros satélites”. Los centros satélites están muy bien en países como Holanda o Dinamarca, con mucha menor extensión y población que España,  donde las distancias son más cortas y la dispersión poblacional muchísimo menor. Sin embargo, en un escenario en el que el abordaje multidisciplinar del cáncer y la organización en unidades funcionales específicas que incluyan el trabajo conjunto de diferentes especialistas orientados a cada tumor ha demostrado ser la herramienta más eficaz, resulta desalentador (¿e incomprensible?) que en España muchos aún porfíen en parcelar la oncología, considerando individualmente cirugía, radioterapia o tratamientos sistémicos antes que exigir la creación de grandes centros oncológicos que unifiquen recursos y ofrezcan la verdadera atención multidisciplinar que el cáncer requiere, y que, no se olvide, aumenta las posibilidades de curación y supervivencia. La razón para ello, ¿quién sabe? (¿antes cabeza de ratón que cola de león?…)

Proximidad, accesibilidad, equidad,…, cuando lo verdaderamente importante es CURACIÓN.

«Si quieres llegar rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina en grupo»

Proverbio africano

Grecia, el cáncer y los vendedores de humo…

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Mientras permanecía sentado en esa, a estas horas ya, abarrotada sala de espera en el sótano mal iluminado de ese hospital revivió, una vez más, que le había llevado hasta allí. Nada hacía presagiar que aquel día de otoño en que se noto ese bultito en el cuello mientras cumplía el matutino ritual del afeitado iba a poner su vida patas arriba. Fue su colega del bar en el que desayunaba cada mañana, su carajillo con porras y mucho azúcar, el que le sugirió ir al médico. En realidad, ni se le había pasado por la cabeza. Al fin y al cabo, ni le dolía ni parecía preocupante. Su compañero sugirió, mientras fumaban uno de los primeros cigarrillos de tantos otros que se fumarían ese día, que sería “un pelo enquistado” y que lo mejor sería “que se lo abrieran para limpiarlo”. Tampoco le pareció importante cuando el médico insistió, una y otra vez, en esa tosecilla que arrastraba desde hacía 3 meses y en la ronquera que parecía haberse instalado en su voz en los últimos días del verano. Sólo cuando su médico le dio el resultado de la pequeña punción que le hicieron en su bultito comenzó a preocuparse. El diagnóstico era tan claro como terrible:CÁNCER. Y, encima, en una parte de su cuerpo que ni sabía existía: la hipofaringe. ¿Y ahora, qué?, le preguntó a su médico. Y allí estaba ahora, en esa mañana a caballo entre el otoño y el invierno, esperando ante la consulta del oncólogo. Y, mientras esperaba, y el miedo se agarraba a su garganta tanto como esa maldita ronquera, le dio por contemplar a la gente que le rodeaba. Y no pudo evitar fijarse en ese chaval del fondo, que aparentaba ser apenas un  par de años más joven que el, y en el curioso tubo de goma que entraba por uno de los orificios de su nariz y cuyo extremo recogía detrás de su oreja. Pero no solo el tubo llamó su atención, también el aspecto de ese joven, la delgadez de su rostro y lo cetrino de su piel, y la expresión de dolor y sufrimiento que acompañaba cada uno de sus gestos. Y, por encima de todo, la piel de su cuello, enrojecida, en algún punto sangrante y en otros perdida, con heridas que tenían que doler. Y en como se esforzaba en comunicarse, como si el simple hecho de intentar hablar le ocasionara el mayor de los sufrimientos… Mientras contemplaba con aprensión al joven le llegó el turno de pasar a la consulta. Allí, el oncólogo que lo recibió, tras presentarse y preguntarle como se sentía, comenzó a explicarle su situación. Ante sus preguntas, el oncólogo le explico que estos cánceres estaban muy relacionados con los hábitos de vida, con el constante consumo de tabaco y de alcohol que había mantenido durante tantos años. Tras una reunión en el Comité de Tumores, formado por distintos especialistas dedicados al tratamiento y cuidado de los pacientes con cánceres como el suyo, se había considerado que la mejor alternativa terapéutica en su caso era un tratamiento con radioterapia añadiendo, todas las semanas, una dosis de quimioterapia para potenciar el efecto curativo de la radiación. Con este tratamiento, el Comité consideraba que la cirugía no sería necesaria en su caso y que las opciones de curación, aunque se trataba de una enfermedad localmente avanzada, eran buenas, superando el 70-75% de probabilidades de estar libre de enfermedad a los 5 años. Por supuesto, le explico el oncólogo, se trataba de un tratamiento agresivo, con intención de curarle, y que no estaba exento de efectos secundarios. Entre ellos, el oncólogo enumeró la dificultad para tragar, que haría recomendable colocar desde el inicio una sonda nasogástrica para la alimentación (el tubo que había visto en aquel joven), la pérdida de peso secundaria o la irritación de la piel del cuello que, aunque transitoria, podría ser muy molesta hasta que curara. Que, además, el tratamiento sería largo, que duraría 6 ó 7 semanas, todos los días, que era probable que hubiera que interrumpirlo en algún momento e incluso ingresarlo unos días si tenía complicaciones y que, una vez resueltas, se reanudaría el tratamiento. Aunuqe, insistió el oncólogo, los efectos secundarios podían aparecer (o no) en mayor o menor medida, era una posibilidad, frente a la certeza de que el cáncer crecería, y rápido, si no se hacía el tratamiento. Pero si se trataba tenía muchas posibilidades de curarse y de llevar posteriormente una vida normal y plena, aunque debería despedirse de los carajillos, los ”sol-y-sombra”, las cañas y vinos y las copas de licor por las tardes y noches. Y, por supuesto, abandonar el tabaco para siempre, tanto los cigarrillos del trabajo como los puros en las reuniones con los colegas. Pero que el esfuerzo merecía la pena, y con creces. Cuando salió de la consulta no recordaba nada de lo que el oncólogo le había dicho, y repetido, sobre las opciones de curación En su cabeza tan solo daban vueltas las imágenes de ese otro paciente, de su sonda hasta el estómago, de su piel irritada e inflamada hasta dejarla “como un bebedero de patos”. Y más tarde, mientras apuraba su tercer gin-tonic, se preguntó por qué iba a tener que renunciar a su vida, a sus juergas con sus colegas, a tomarse sus copitas después de un día de duro trabajo. Y como iban a ser estas pequeñas costumbres las responsables si de toda su cuadrilla, y que bebía y fumaba tanto o más, sólo a él le había tocado la enfermedad… Y fue en ese momento de las confidencias, facilitado por los tragos ya consumidos, cuando uno de sus colegas de farra le habló de buscar otras posibilidades, de rebelarse frente al tratamiento que “esos médicos del hospital» querían empezar cuanto antes, y de que conocía, aunque sólo de oídas, a un especialista en casos como el suyo que ofrecía tratamientos nuevos y distintos que casi garantizaban su total curación sin secuelas ni renuncias.

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Y acudió. ¡Y menuda diferencia! Una sala de espera amplia, luminosa, de paredes en tono pastel, suaves, agradables. Y sin llantos ni quejidos en las personas qué, como él, aguardaban a ser recibidos por el Profesor, como gustaba hacerse llamar. Nada allí reflejaba sufrimiento ni dolor y todo transmitía paz, armonía, tranquilidad, ilusión… Y, por supuesto, nada de personas con esos horribles tubos entrando a través de su nariz. El Profesor lo recibió con una amplia sonrisa y, a diferencia del médico del hospital, había renunciado al rígido formalismo de la bata de cargados bolsillos. En su lugar, vestía una camisa blanca, informal, tan pura y limpia como la sala de espera que antecedía su consulta. Se sentó junto a el y le explicó, con tono suave y excelentes palabras, que no tenía que sentirse responsable por nada de lo que le pasaba, que todo era culpa de la mala calidad de vida que llevaba. Que todo era culpa de quienes le obligaban a vivir como vivía; de la sociedad que le forzaba a competir día a día por mantener su puesto de trabajo, minando sus defensas y favoreciendo las enfermedades; de los explotadores que sólo veían en el un instrumento de producción y no una persona libre; de los aprovechados que se enriquecían vilmente al manipular los alimentos sin importarles el daño que causaban en el pueblo; de los oligarcas que se llenaban los bolsillos a costa de contaminar cada día más un planeta que sólo podía pertenecer al pueblo; de muchos otros, pero no de él. Y que alejara de su mente esa idea de que el cáncer «le había salido por fumar y beber con exceso»,que eso era lo que la «Medicina oficialista» – así la llamó, oficialista- quería que creyeran todos para que los verdaderos responsables no tuvieran que pagar por ello. Pero que él estaba allí para curarse, y que sí seguía sus indicaciones, y creía firmemente en el tratamiento, sin duda lo lograría. Por supuesto, no debería renunciar a ninguna de sus actividades pasadas, y menos aún a aquellas que le proporcionaban placer y ayudaban a equilibrar sus corrientes de fuerza interiores. Podría seguir quedando con sus amigos y relajándose como acostumbraba. Y lo creyó. Porque quería creerlo, porque necesitaba creerlo. Y comenzó la terapia: flores, saunas desintoxicantes,  magnetismos, reequilibrios interiores, el poder de la meditación,…, todo sin dolor, sin sufrimiento, sin renunciar a sus placeres (y vicios) diarios, sin tubos por la nariz… Y pasaron las semanas. Y ese dolor que había comenzado a sentir en la espalda se empezó a acompañar de un curioso hormigueo en las piernas. Eran como cosquillas, pero el Profesor le dijo que todo era normal, que sus canales de fuerza se estaban reafirmando y purgando las células anómalas de su organismo. Pero iba cada día a más, aunque el Profesor insistía en que era signo claro de recuperación. Hasta qué un día no pudo levantarse de la cama. Sus piernas no le obedecían, no las sentía y era incapaz de moverlas. Y, asustado, llamó pidiendo ayuda. El Profesor le dijo que pidiera una ambulancia y acudiera a su consulta, que allí podrían solucionarlo. Y aunque insistió, la médico que acudió a su domicilio se negó a trasladarlo y lo llevó directamente al hospital, a la misma sala de espera triste y mal iluminada donde se sentó, por sus propios medios, hacía ya muchos meses. El mismo oncólogo que lo atendió aquel día lo recibió de nuevo, y antes de que le dijera nada supo, por su expresión, que las noticias no eran buenas. El oncólogo le informo de que el cáncer había avanzado irremisiblemente, que habían aparecido metástasis en los pulmones y el hígado pero que también, y esto era lo más urgente, en las vértebras y que estaban presionando la médula espinal provocando la parálisis de las piernas. Además, le informo de que necesitaba un tratamiento urgente con radioterapia para intentar detener esa compresión de la médula espinal y, quizás, recuperar algo de fuerza y movilidad en las mismas, pero que con el resto de la enfermedad había muy pocas opciones reales de curación. Cuando salió de la consulta, devastado y aún preguntándose como había podido fallar el tratamiento de reeducación vital que le prescribió el Profesor, se cruzó con un rostro que le resultó vagamente familiar. Sólo que esta vez estaba más relleno, lucía una amplia sonrisa en su cara, parecía  sano y no llevaba ya ese horrible tubo por su nariz…   

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La medicina y la política, en tanto que disciplinas humanísticas, se parecen enormemente. Ambas son tan sólo reflejos del microcosmos social en que se desarrollan, recogiendo actitudes y maneras de enfrentar la vida, de abordar sus avatares y circunstancias. Esto, que es casi una constante que acompaña a la humanidad desde sus principios, últimamente es cada vez más evidente. La medicina y la política comparten también su especial atracción para charlatanes, curanderos y estafadores de todo pelaje, para aquellos que prometen la sanación sin esfuerzo, para aquellos que venden humo aprovechándose, en demasiadas ocasiones, de la buena voluntad e ignorancia de las personas.

En las últimas semanas, dos hechos están revolucionando la vida política española. Primero, la victoria en Grecia de un partido político populista, con planteamientos cercanos a los de pasados regímenes comunistas, que ha vencido pregonando, y regalando a todo aquel que se acercara a escucharlos, ilusión. Ilusión en una nueva forma de hacer las cosas, ilusión en buscar un culpable de sus males que no sea el propio pueblo griego y sus dirigentes, que tenga nombre extranjero y faz de hierro, que justifique toda ceguera en ver la realidad. Ilusión en que cualquier situación puede arreglársela, por mal que este, sin necesidad de ningún sacrificio ni esfuerzo personal, tan sólo con exigir que se arregle. Ilusión en que hay maneras «no oficialistas» de afrontar los problemas pero que son rechazadas por la minoría explotadora que se cree en posición de la única verdad para hacer las cosas, que no quiere que «el Pueblo» levanté la cabeza, y que busca tenerlo siempre sojuzgado. Ilusión, tan sólo. Y eso han comprado los griegos. Y, desgraciadamente, lo mismo esta sucediendo en España, donde un partido político que comparte ideología, principios y populismo con sus homólogos griegos pretende, y lo esta logrando, convertirse en la opción preferente de los españoles para las próximas elecciones. Y lo esta haciendo vendiendo tan sólo una ilusión sin propuestas reales pero asegurando que no son necesarios sacrificios para curarse, que la culpa es sólo de «la casta»,… Vendiendo una ilusión, vendiendo humo… ¿Comprarán también los pacientes españoles este nuevo bálsamo de Fierabrás?

«Nada hay más terrible que una ignorancia activa»

Johann Wolfgang von Goethe, poeta, novelista, dramaturgo y científico alemán, (1749-1832)